HENRY JAMES: The Ambassadors

Entonces sucede, no sabemos bien por qué, pero intuimos fugazmente cuándo. Podríamos (si quisiéramos) encontrar la línea, el punto exacto donde el diálogo se detiene y James decide que ya es hora de abrir las cortinas, de dejar que el color de la hora se cuele lentamente para darle a cada objeto su tono, a cada emoción su matiz. En ese instante, hacia el final de un viaje por demás tedioso y a veces incomprensible, es cuando vemos por qué vale la pena la lectura, por qué la recia demanda de la novela tiene, de vez en cuando, su módico premio.

La belleza no viene en otro envase. Si hubiera que extraer alguna conclusión sería precisamente esa, que hay ciertas cosas por la que todo y aún más que todo valen la pena, cosas que no se pueden condensar ni digerir de un pantallazo. Hay una textura de la memoria que sólo se da con cuentagotas y que si pretendemos derramar el vaso no haremos más que borrar, torpemente, la figura en el tapiz. Aquello que Wordsworth llamaba el momento recordado en la tranquilidad. Tristemente lo estamos perdiendo, no ya la capacidad de producirlo sino la paciencia de asimilarlo. Tal vez sea un nuevo paso evolutivo, dirán algunos, y los lectores multi-media del futuro (ese más o menos ahora), encuentren que la desatención permanente y el flirteo informático son, a la larga, más atractivos. Sea lo que fuere algo habremos perdido.

La trilogía tardía de James es intimidante, no cabe duda, pero al fin y al cabo la naturaleza también lo es. A ambas nos acercamos con el respeto y la admiración de aquello que sabemos llevó tiempo poner en pie. Destruir, por lo general, requiere mucho menos esfuerzo, tanto que la mayoría de las veces pasa casi inadvertido. Si estamos perdiendo el hábito de la atención no haremos más que aumentar la eficiencia con que destruimos todo lo demás. Digamos que la lectura es algo así como un estado intermedio del hombre en que éste ni produce ni destruye lo que algún otro creó con esmero. En todo caso es el momento en que a duras penas nos detenemos, con las limitaciones del caso, a completar el fantástico círculo de la creación literaria.

¿Cuál es entonces ese punto de inflexión en “The Ambassadors”? Ocurre más o menos en el libro once, cuando Strether sale al fin de París sin rumbo fijo y recuerda, a través de los álamos y el río, un cuadro de Lambinet que vio en Boston tiempo atrás. Lo genial del caso es que la imagen no se resuelve en el paisaje del cuadro, tal como cabría esperar, sino en su complemento más vulgar: en revisitar Boston, recordar al marchante de arte, la estación de trenes y el ridículo precio de la obra. Esta confesión madura de quien dejó escapar su única oportunidad de adquirir el hermoso cuadro (o lo que es lo mismo, de vivir su juventud intensamente), contrasta a la perfección con la nueva relación del viejo Strether y Madame de Vionnet. La siempre insuficiente recompensa de haber ganado algo en virtud y amplitud psicológicas.

¿Cómo se puede lograr algo así derramando el vaso? Pues sencillamente no se puede.


Adrian Icazuriaga























 
"¡Ideas, señor Carlyle, no son más que Ideas!"
Carlyle - "Hubo una vez un hombre llamado Rousseau que escribió un libro que no contenía nada más que ideas. La segunda edición fue encuadernada con la piel de los que se rieron de la primera."