nothing matters but the quality
of the affection -
in the end - that has carved the trace in the mind
dove sta memoria
(Ezra Pound, CANTO LXXVI)
Hay quien piensa que Ezra Pound era un hombre de acción convertido a las letras. Es difícil compartir esta idea, pero aun siguiendo la argumentación de quienes la defienden, resulta ser el escritor más influyente de la primera mitad del siglo XX. De no ser por su mediación, T. S. Eliot sólo sería recordado por sus aportaciones a la banca o a la filosofía de Bradley. Es bien sabido que después de leer Prufrock, saltó de su asiento y exclamó: “qué demonios, el tipo sabe escribir”. Luego se empeñaría en que este joven americano tuviera un lugar en la historia de las letras inglesas. Tampoco era menos probable que James Joyce, el original autor irlandés, acabara siendo un melancólico profesor de idiomas ante un auditorio poco aventajado, si Ezra Pound no se hubiera cruzado en su camino.
Quien desee acercarse por primera vez a la vida y la obra de este polémico autor debería ser advertido antes de algunos axiomas, muchas veces pasados por alto, pero incontrovertibles: Ezra Pound estaba equivocado. Su obra literaria resultó un estrepitoso fracaso. Ezra Pound era un poeta y no un hombre de acción.
A una biografía tan exhaustiva y bien documentada como la de Noel Stock resulta difícil encontrarle algún punto débil. Se quiere hacer justicia a la vida de un escritor que demasiado tiempo permaneció en las portadas y demasiado poco en los anales literarios. Sin embargo, entre tanto detalle cronológico y el deseo explícito de no entrar en la polémica, el lector asume que “Ezra Pound” era un nombre dado por sus contemporáneos a un variado número de notas de prensa y el oscuro móvil que las propagó. Aunque alguien produzca una obra desmesurada y con un método poco definido (si bien su obsesión por la economía política era lo más parecido a una dedicación constante), nadie puede fundamentar que el autor mismo sea un puro accidente. Lo cierto es que los accidentes de de Pound fueron sumamente afortunados, por cuanto produjeron o ayudaron a producir en su labor mayéutica.
Sin llegar a emular la perfección histórica de otras biografías definitivas, como el Joyce de Richard Ellmann, el libro de Stock se mantiene prudentemente alejado del resentimiento o la incomprensión. Algo no tan habitual cuando se trata de escribir sobre un amigo y un escritor al que se admira (Louis MacNeice lo comprendió tardíamente al emprender su estudio de Yeats, también alumno involuntario de Ezra Pound).
La obra de Pound se resume en los Cantos. Escrito a lo largo de cuarenta años, este carmen deductum, un largo poema en secciones, tiene tantos y tan espaciados momentos de lucidez y belleza, que cualquier lector impaciente hubiera deseado que fuera un breve poema en estrofas.
Elizabeth Bishop, la entrañable poetisa norteamericana, visitó St. Elizabeth a finales de los años 40´, donde Ezra Pound llevaba más de cinco años recluido. Este dato se pasa por alto en la biografía, pero no en la memoria de la escritora que encontró allí al “viejo, solemne anciano/ habitante del Manicomio”. En algunos fragmentos de este homenaje está la luz que nos hace creer en el poeta plenamente justificado, en el hombre frente a los instrumentos de su Arte, y en aquello que Kart Rahner llamó “una muerte libre”: en un último acto voluntario, Ezra Puond pasó los postreros años de su vida en silencio, negándose a hablar de nada que no fuera “estrictamente necesario”.
“This is the soldier home from the war/ These are the years and the walls and the door/ that shut on a boy that pats the floor/ to see if the world is round or flat...”