Churchill y la hormiga de Putnam

Esta semana vio la luz en Londres la versión expurgada de Finnegans Wake, la impenetrable última novela de James Joyce. Ese mismo día, pero bajo el suelo de Ginebra, dos haces de protones de alta energía colisionaban por primera vez buscando reproducir los condiciones iniciales del Universo. ¿Pura casualidad? De ninguna manera, se trata de una carrera conta el tiempo. Aquí arriba un puñado de filólogos intenta comprender un libro que todos creíamos incomprensible. El sólo hecho de imaginar que esa novela pueda tener un sentido (y quién sabe si hasta un argumento propio) es cuanto menos descabellado, terrible, abrumador. Antes que eso preferiría saber que la hormiga de Putnam, esa que dibujó la cara de Winston Churchill en la arena, realmente dibujó la cara de Winston Churchill en la arena. La obra de Joyce debería descansar en ese rincón en el que se guardan los manuales de la sinrazón. Nadie tiene derecho a jugar con la idea de que todo tiene un propósito o una verdad oculta. En todo caso, nuestro críptico amigo irlandés aventaja de momento al microcosmos. Allí abajo, un puñado de mentes abstractas está leyendo ahora mismo el manual de la creación. Pero con la humildad que los caracteriza, y para quitarse la presión del momento, nos han advertido que no esperemos resultados que vayan a revolucionar nuestra vida cotidiana, no, esto va mucho más allá del día a día. De una cosa podemos estar seguros, dicen, y es que llegarán sonriendo con una respuesta bajo el brazo mucho antes de que sus adversarios de cátedra desvelen el significado de la palabra "upturnpikepointandplace". Por mi parte no tengo demasiada esperanza en ninguna de las dos aventuras. El anti-diccionario de Joyce seguirá siendo un misterio oceánico para la mayoría de los mortales y en cuanto al origen de la materia, creo que la conferencia de prensa final será más o menos así. Periodista – Professor Pontipine, ¿podría decirnos entonces por qué existe la materia? Professor Pontipine – La materia existe para que nosotros podamos crear este maravilloso acelerador de partículas y descubrir su significado.

Esto hubiera sido suficiente para una semana, o tal vez mes, de reflexiones profundas y alentadoras. ¿Pero qué? ¿Alineamiento astral? ¿Conjura escolástica? Sea lo que fuere, ese mismo día se publica que el Dr. Lovelock, inventor de la teoría Gaia y cuyos últimos pronunciamientos apocalípticos se asemejan cada vez más a los de su homónimo Dr. Strangelove, nos ha negado de un saque no sólo la esperanza sino la razón y la responsabilidad moral. Para Lovelock el calentamiento global es poco más que un accidente inevitable, el ser humano desencadenó la catástrofe inconscientemente, como quien encuentra una pistola en el suelo y sin querer, jugando con ella, aprieta el gatillo. Y no sólo eso, ahora, una vez desatada la tormenta, hay poco o nada que hacer más que correr en busca de resguardo. Lovelock no tiene inconvenientes en asumir que la tierra es un organismo vivo y autorregulado, pero la racionalidad que le da a la biosfera se la quita al ser humano. La era de carbono en la que vivimos no es ajena a la responsabilidad individual o de la especie, aunque en este caso no haya juez que dicte sentencia más allá de nuestro propio destino y poco importe a las consecuencias globales de este fenómeno quién y cómo lo desencadenó. De todas formas lo que más llama la atención es la impavidez senil de Lovelock, su tranquila complacencia. El día que las nuevas generaciones abracen ese credo sí que estaremos en problemas. ¿Mientras tanto, qué queda Dr. Strangelove? Resignarse y disfrutar de la vida adentro de un barril o donde sea que el destino nos coloque.

Para rematar la faena, el único hombre autorizado a predicar al Papa nos ha dicho esta semana, indirectamente, que vivir en la Vaticano hoy en día, rodeado de la naturaleza que creó Rafael y la belleza que imaginó Miguel Ángel, es como vivir en una barraca de Auschwitz... Esperamos una pronta liberación.


Adrián Icazuriaga








 
"¡Ideas, señor Carlyle, no son más que Ideas!"
Carlyle - "Hubo una vez un hombre llamado Rousseau que escribió un libro que no contenía nada más que ideas. La segunda edición fue encuadernada con la piel de los que se rieron de la primera."