El Sistema Es Uno
Los cultores de la ciencia ficción, aquellos pioneros que se empeñaron en imaginar el mundo tal cual no es, están hoy abocados al análisis social, una profesión con mucho mejor pedigrí, más del día a día. Obviamente, toda vez que uno ha errado el oráculo basándose en la fantasía y la imaginación, no queda otra opción que lanzar nuevamente los dados jurando tener datos concretos en la otra mano.
Pero si escarbamos un poco nos daremos cuenta que las malas artes siguen siendo las mismas: confundir lo que uno quiere o desea, con lo que verdaderamente es o puede ser. En el caso que nos ocupa, la pregunta es nuevamente bastante simple, ¿es posible una “nueva” forma del capitalismo? Con nueva nos referimos a un modelo donde prime la justicia social, donde el motor no sea únicamente el crecimiento y el consumo, sino la distribución y la equidad, donde haya lugar para la responsabilidad social y el impacto futuro de cualquier emprendimiento. En definitiva, un capitalismo altamente regulado, desde las transacciones financieras que llevan a la especulación y al enriquecimiento de unos pocos, hasta las políticas fiscales locales que promueven las asimetrías entre países.
En un alarde de lirismo progresista, hay quienes creen que esto es posible, que si nos esforzamos un poco en hacer retoques aquí y allí (los cuales, cabe decir, ni siquiera se han puesto en práctica de momento, a pesar de todas las crisis y alarmas sociales que hemos vivido estos últimos años) el futuro nos deparará una forma “light” de capitalismo sustentable y descafeinado, en el cual las empresas inviertan en energías limpias y eficientes, donde los gobiernos occidentales condonen la deuda del tercer mundo y desaparezcan los subsidios que atentan contra la competitividad, donde cada ciudadano del primer mundo pague al contado su cuota proporcional del cambio climático. Esta teoría es interesante. Tanto como escuchar Imagine de John Lennon, pero sin la música y sin la flor en el ojal.
La realidad es bien distinta. El capitalismo global que conocemos hoy en día es un modelo complejo y ordenado que se ha desarrollado durante más de un siglo en base a una única función conocida: maximizar los beneficios localmente. Ésa es la clave del sistema. El sistema no tiene más substancia, más médula que su función. Quienes forman parte de ese modelo, ya sea instituciones, CEOs, gobernantes o ciudadanos de a pie, tienen un rol que no es consustancial para la existencia del mismo: si alguien no cumple con sus obligaciones de acuerdo a lo que se espera de él/ella (e.g. un CEO decide vender acciones en el momento equivocado), será simplemente reemplazado y dejado de lado por alguien que sí sea capaz de realizar su tarea.
Cuando un gobierno se aboca a la autodestrucción o a la ineficacia administrativa, las distintas formas de decisión colectiva que hemos perfeccionado a lo largo del siglo XX se encargarán de imponer, tarde o temprano, una alternancia que sirva a los intereses del modelo. Por supuesto que existen casos particulares, no todas los cambios de gobierno son producto de una decisión colectiva ni todas las corporaciones obedecen las leyes del mercado, hay situaciones disfuncionales, el salvamento de la banca en los últimos años y la injerencia política Norte-Sur son un claro ejemplo de ello.
Es una falacia creer que el sistema “es gobernado”, como un barco es gobernado en aguas turbulentas. Si así fuera, dependería solamente de un golpe de timón continuar hacia el NNE o virar al SSO. Más bien es lo contrario, quien se para frente al timón es un instrumento de la función que cumple: mantener el barco (sistema) a flote. Pero ni siquiera eso, porque en este caso no hay timón ni timonel, hay una estructura de subalternos y contramaestres que se dan órdenes unos a otros, muchos de ellos en la creencia de que alguien, algún individuo o asociación externa no sujeta a las leyes que ellos conocen, lleva las riendas del destino. Lo cierto es que quien lleva las riendas es la propia función del sistema, representada en el objetivo de cada una de las actividades individuales y colectivas. Todo lo demás germina y florece en base a eso.
¿Pero qué sucedería si el barco, tal como creía Raymond Bernard, se dirigiera a todo vapor hacia un abismo en el polo norte? ¿Existe algo así como un instinto colectivo de supervivencia que pueda reconducir a esa babel flotante hacia un puerto seguro en el SSO? La respuesta es sí y no. Sí, siempre que las externalidades (el abismo) formen parte del sistema, pero lamentablemente estos factores no entran en su definición: ¡Si la función tuviera en cuenta todas las externalidades no existiría el concepto de beneficio (al menos localmente) y no habría sistema!
Lo importante es discernir que una vez que desaparece la función, el sistema simplemente deja de existir, no hay alternativa a ese modelo dentro del mismo esquema. Por supuesto que podrían existir “otros” modelos. Si los hay, lo cual es debatible, no es “ese” modelo, sino uno bien distinto. La pregunta inmediata sería entonces, ¿cuán distinto? Se me ocurre que deberíamos remontarnos a un pasado remoto para encontrar algo “bien distinto”.
A modo de ejemplo, durante el feudalismo (grosso modo) existía una clase que consumía, la del señor feudal, y otra que producía, la del campesino atado a la tierra. En ese modelo, todo el consumo estaba basado en la energía solar: el grano. Desde el pienso que alimenta al ganado y produce cueros y lana hasta el alimento que consume el trabajador de la mina que extrae el hierro. El campesino (de llegar a la edad adulta, claro está) podía sembrar el mismo grano una y otra vez, lo mismo que sus descendientes en futuras generaciones. En ese sentido, y sólo en ese sentido, el modelo era sustentable. Brutal, sí, pero sustentable. Actualmente, en vez de feudalismo tenemos "el globalismo" que condena al 50% más pobre a consumir sólo el 7% de los recursos, mientras que el 8% más rico consume el 50%. Pero la mayor parte de los recursos (energía) que consumimos son no renovables, con lo cual los hijos de ese 50% más pobre jamás podrán consumir lo que consume el señor global, y ni siquiera lo mismo que consumieron sus propios padres.
Cuando una organización obtiene “beneficios”, lo que ha adquirido para sus miembros es un derecho, el derecho a consumir recursos. Ése es el único significado de la riqueza hoy en día. Estudiar en Oxford en vez de en la Universidad de Matto Grosso te otorgará una porción más grande de ese derecho en el futuro, con una alta probabilidad. Pero esos recursos no renovables no pertenecen a nadie en particular, mucho menos de lo que pertenecía la tierra al terrateniente feudal, sino a todas las generaciones de hombres y seres vivos que poblarán este planeta el día de mañana.
Para los desafíos que nos presenta este siglo la diferencia entre izquierda y derecha es intrascendente. El campo de las decisiones individuales es el único que tiene importancia hoy por hoy. Sigue siendo un imperativo categórico obrar de acuerdo a lo que sabemos y a lo que nos cabe esperar en el futuro. Si la disyuntiva es entre Roma y Bizancio, o entre Fuego y Hielo como decía el gran Robert Frost, eso es algo que está más allá del alcance de nuestras manos.
Adrián Icazuriaga