R. L. STEVENSON: Las linternas deben brillar


Se ha publicado recientemente la primera antología que reúne los ensayos autobiográficos de Robert Louis Stevenson. No es menos inédito el hecho de que pase completamente inadvertida. Ofrece al lector, si acaso, algo que nunca es del todo necesario: confirmar la familiaridad y la fama de un talento universal.

A pesar de que estos escritos no constituyen la faceta más conocida del genial narrador escocés (Edimburgo-1850, Samoa-1894), es decir, aquella que tiene su inspiración en lo sobrenatural y en una depurada maestría para los argumentos de corte psicológico, frente a un tratamiento más cotidiano y banal de la existencia, el libro es un descubrimiento suficiente y único, y debería ser puesto por delante de muchas obras de ficción. William James no exageraba al decir que algunos párrafos de esta obra (en concreto los cuatro últimos de la primera parte de The lantern-bearers), “son lo mejor que conozco de Stevenson”.


Una cosa es que un autor posea dotes estilísticas y creativas en el campo de la ficción, y Stevenson dominaba el estilo y la creatividad con igual suficiencia, pero otra muy distinta es que una persona poco acostumbrada a las limitaciones de lo cotidiano esté atenta a las inflexiones de una charla de sobremesa o a los cambios de humor según el estado del tiempo. Y otra cosa, más inusitada aún, es que esta persona logre mantener la atención del lector. Cuando los tres tipos de dan en un solo individuo, se produce ese raro y atractivo suceso que a los ojos de la crítica permanece incomprensiblemente asociado al genio, y a los ojos del escritor indefectiblemente asociado al esfuerzo y al trabajo.


Por otro lado, resulta que cuando un escritor se ha ocupado durante cierto tiempo de los hábitos y costumbres en los Mares del Sur, las inconveniencias de la necrofilia y las suspicacias del Innombrable, llega a un punto en que cree de lo más urgente y necesario (o tal vez piense que es lo más conveniente para el lector), informar acerca de los juegos de su infancia, los dulces cuentos que le relataba su nana y las apacibles horas de ocio en la bahía de Wick. La misma inclinación que sintió Kipling la experimentó Stevenson unos años antes. Ambos, agotan las posibilidades de la lengua inglesa y las veleidades de la imaginación humana. Aquel, después de escribir sobre el culto a Mitra en la antigua Constantinopla y las extrañas aficiones de los remeros griegos, creyó necesario aclarar a la posteridad que estas obras maestras fueron escritas con una “plumilla Waverley” y que en cierto momento indefinido la abandonó a favor de la “estilográfica con punta de alfiler”. Cuando una vida se agota no hay contraste más ficticio que el realismo.


Recomendar efusivamente un libro, un párrafo o una sola línea de Stevenson es tan innecesario y malintencionado como suponer que en otra parte lo hubiera podido hacer mejor, o acaso lo intentara sin conseguirlo. Bastaría con Un viejo jardinero escocés para que los abnegados y poco recompensados lectores de hoy vuelvan a creer en la magia de la literatura. Stevenson es de esos raros escritores en que los ejercicios de juventud y los trabajos de madurez se funden una misma y acabada manifestación del talento y el arte. La mano que escribió Markheim sostuvo al Enemigo del Hombre en el teatro de marionetas de su juventud y dejó caer la fría espada sobre su cabeza inerme.


Poseía, sin duda, un ojo demasiado fino y un oído demasiado atento como para dejarlos reposar mucho tiempo en las ideas puras. Su inquietud viril reclamaba la presencia de los caracteres humanos, con sus miserias y grandezas, de la misma forma que las diferentes complexiones de los hombres reclaman la presencia de un sastre. En cualquiera de estos ensayos puede palparse la compleja reconstrucción de un drama isabelino; el coro se presenta y ocupa el escenario con su “furia vociferante”: “Not marching now in the fields of Thrasimene/ Where Mars did mate the Carthaginians…”, pero nada ocurre hasta que el primer personaje no entra en escena. Stevenson puede alegar que la conversación es el más accesible de los placeres y la más hermosa ocupación de este mundo, puede decirnos que es más que el silencio, porque “las virtudes son todas ellas activas […] y durante el reposo los hombres sólo se preparan para el mal” (Thoreau hubiera objetado que algunas personas son menos instructivas que el silencio que rompen), en definitiva, podría reafirmarnos diciendo que “los sabios puros se ven silenciados por los hechos”. Pero, hasta que no aparece en escena un tal Robert Hunter, comisionado de faros, “torcido y apergaminado, cinchado con un chaleco rígido que le sostenía, agobiado por achaques que le obligaban a cojear al entrar o salir de una habitación”, comprendemos que ha empleado inútilmente su tiempo y sus fuerzas. Pues este ser de carne y hueso, este desvencijado y roto ejemplar humano, resulta que “vivió hasta su último año la plenitud de todo lo mejor que hay en el hombre”. Esto era todo lo que el lector atento necesitaba saber, y mucho más de lo que podía comprender.

Adrián Icazuriaga

 
"¡Ideas, señor Carlyle, no son más que Ideas!"
Carlyle - "Hubo una vez un hombre llamado Rousseau que escribió un libro que no contenía nada más que ideas. La segunda edición fue encuadernada con la piel de los que se rieron de la primera."