J. L. AUSTIN: Significado, fuerza y efecto (I)



Las constricciones impuestas por la tradición suelen ser el primer obstáculo a salvar por los impulsores de la ciencia. De hecho, puede decirse que el desarrollo acumulativo de la técnica y el saber es una actualización permanente de unos “primero principios” inmanentes, al tiempo que un salto cualitativo producido en el momento en que el estado actual del conocimiento es asimilado y se hace evidente. Se despliega en ese instante un nuevo horizonte que pasará a ser el marco de referencia en el que se desarrolle el discurso científico. Cabría preguntarse, por ejemplo, hasta qué punto estos paradigmas de la técnica avanzan, si es que lo hacen, o si se mueven en una única dirección. La respuesta a la primera pregunta es evidentemente afirmativa, la luz artificial no sólo es una ventaja respecto a la oscuridad, es una diferencia añadida al hecho de que anteriormente no existía. La segunda cuestión, en cambio, plantea problemas de carácter teleológico y de difícil solución. De la evidencia de que hoy estamos iluminados no podría deducirse que lo vayamos a estar eternamente, ni siquiera que estarlo eternamente sea lo que más nos convenga.

Esto puede ser analizado de manera discursiva, con mayor o menor fortuna, sin arriesgar nada por nuestra parte. Es decir, sin poner en cuestión nada de lo que consideramos esencial para el mantenimiento del discurso mismo. La filosofía analítica se ha ocupado de estos temas, que van desde la psicología hasta el Arte, pasando por la moralidad social y la función de las Matemáticas, con una profusión considerable a lo largo de todo el siglo XX. Otra cosa sucede, y de ahí la pertinencia de esta introducción, con algunas peculiaridades del lenguaje que por el hecho de ser necesarias no han sido nunca evidentes, o lo han comenzado a ser desde hace más bien poco. Las emisiones articuladas, las palabras, se adecuan de manera precisa o al menos aproximada a las necesidades de expresión y comunicación humana, ¿pero qué es lo adecuado a la hora de poner en evidencia las confusiones del lenguaje mismo? Parece que aquí hay una diferencia esencial con lo que podamos decir respecto a otras cosas, respecto a otros hechos. No cabe de ninguna manera mantener la misma actitud en ambos casos, y podemos estar tentados a afirmar que la segunda es una “cuestión abierta”, en el sentido de que ninguna respuesta será una respuesta definitiva, o una respuesta definitivamente objetiva, como la que podamos tener respecto al origen del potencial eléctrico y los cuantos de luz.

De los problemas que caen bajo este último asunto podríamos mencionar dos o tres de particular relevancia: el problema del significado como sentido y referencia, el problema de la forma de representación y la relación figurativa del lenguaje y el mundo, y finalmente, el que se desprende de la llamada “teoría de los actos de habla”, del que nos ocuparemos con mayor atención. No son estos los únicos problemas, ni siquiera los mas importantes, que afectan al uso del lenguaje, pero sí abarcan un espectro bastante amplio de cuestiones que ha preocupado a los profesionales de la filosofía durante los últimos ciento cincuenta años.

La teoría de los actos de habla, tal como la ilustran J. L. Austin y H.P. Grice, tal vez sea el ejemplo más evidente de esa particularidad que señalábamos anteriormente respecto a las dificultades que se presentan al enfrentar los problemas de los que se ocupa la filosofía del lenguaje y el papel que juega ante ellos la tradición. Es un gran reto pensar que podemos superar aquello que expresamos diariamente de una forma determinada e intentar hacerlo de una manera diferente y radical, pero mucho más difícil es comprender las particularidades de lo que expresamos y asentir sencillamente con la cabeza. Por esta razón el surrealismo nunca será una proeza si se compara con el trabajo del lexicógrafo. El hecho de que el organon aristotélico sólo se ocupe del discurso apofánico, es decir, aquel en que el enunciado expresa lo verdadero o lo falso del juicio, o de otra forma, de los enunciados que poseen un cierto “valor de verdad”, unido al desarrollo continuado de la lógica durante la Edad Media, marcó el camino para todo trabajo serio en el ámbito del lenguaje formalizado y en el de cualquier otro lenguaje. La incredulidad habría sido la respuesta de cualquier profesor de filosofía a comienzos del siglo XX ante la posibilidad de un trabajo formal y sistemático sobre la base del lenguaje común. El libro de Austin [1] no da motivos para lo primero pero sí firmes ejemplos de lo segundo. El paso significativo dado por este autor con respecto al análisis habitual del lenguaje consistió en distinguir dos tipos de emisiones, las constatativas, cuya función es describir o afirmar algo y por tanto pueden ser verdaderas o falsas (de este tipo de enunciados se ocupa la lógica en toda su extensión), y por otro lado, las emisiones realizativas, cuya función no es afirmar algo (aunque también lo hagan) sino realizar alguna acción.

Este ensayo pretende analizar algunos puntos de las doce conferencias dictadas por Austin en Harvard en 1955, guiado por un criterio no menos económico: no atender a la relevancia del tema que se plantea sino al interés personal que despierta y las posibles controversias que puedan sugerir.

I. De la primera y segunda lecturas

No parece difícil imaginar que si las circunstancias de una emisión realizativa no son las adecuadas, el acto no llega a realizarse satisfactoriamente y se produce un desacierto, un acto nulo. El problema se presenta cuando las circunstancias sí son correctas y la persona que ejecuta el acto es la indicada, pero tiene lugar lo que Austin denomina genéricamente un “abuso”, y que puede consistir tanto en una insinceridad como en un no actuar consecuentemente con sus palabras. En ambos casos, afirma, el acto no es nulo sino “vacío”, aunque este último puede definirse más exactamente por el hecho de “actuar de mala fe”. Hay una distinción evidente entre ambos ejemplos, no suficientemente resaltada, tal vez por el hecho de estar clasificados bajo el rótulo genérico de infortunios (infelicidades) y por pretender desarrollar una doctrina a partir de ellos. Aunque ambos tipos de infortunios involucran actos de tipo convencional, es decir, guiados por un procedimiento preestablecido y compartido, los abusos no implican un error de forma en la convención, sino un estado interno que no se corresponde con los hechos. Aquí la dificultad reside en que el estado externo, el signo visible (sea o no de tipo lingüístico) es susceptible de ser juzgado bajo la categoría de “convencional”, pero en cambio, el estado interno no es un “acto” espiritual y mucho menos algo que pueda ser considerado por su adecuación o no a una cierta convención. Más concretamente, sólo los hechos pueden ser convencionales. De ninguna manera la emisión realizativa es una representación, verdadera o falsa, de una ocurrencia interna. Y tampoco es un hecho que los sentimientos se adecuen a las convenciones. Esto está relacionado con lo que implica “observar una regla”, tal como lo expone Wittgenstein en las Investigaciones Filosóficas, y con la imposibilidad de los lenguajes privados. También queda ejemplificado por lo que afirma Strawson [2], pretender algo así sería como intentar que todas nuestras relaciones afectivas se guiaran por el Roman de la Rose.

Cuando una persona jura ante un tribunal decir “toda la verdad y nada más que la verdad” compromete sus palabras de una cierta forma, de tal manera que puedan ser contrastadas con los hechos y constatadas o no como ciertas. Pero la emisión no compromete al testigo con ningún estado interno, ni con su apercepción, ni con sus sentimientos. Puede jurar decir la verdad sin tener la intención de decirla y sin querer decirla y aún así no emitir una sola palabra que pueda ser juzgada como falsa, puede darse el caso de que lo que él aprecia como erróneo se corresponda exactamente con los hechos, o que sea un mentiroso compulsivo y haga una afirmación tan russelliana como “miento siempre”. ¿Estamos diciendo que el hombre no tiene voluntad para mentir? Evidentemente no es esto lo que se afirma, sino que su intención puede no corresponderse con los hechos.

A propósito de los procedimientos convencionales, Austin señala que los actos que pertenecen al ámbito de la ética son muy a menudo ritos o convenciones y que están por lo tanto expuestos a infortunios del tipo descrito anteriormente. Esta posición conceptualista se enfrenta al naturalismo de quienes afirman que las expresiones de la Ética, los juicios éticos, se reducen en última instancia a la inconmesurabilidad de un movimiento físico. Lo interesante aquí no es que las convenciones existan, y que muchas veces sirvan de sustento a la ética, lo que nos interesa es comprender que si existen convenciones éticas es porque han sido adoptadas mediante el comportamiento y el hábito. Las convenciones se formulan cuando hay una conducta y la necesidad, a posteriori, de fijar esa conducta [3]. La distinción propuesta por Austin se superpone, o es consecuencia de, una distinción más genérica y que enfrenta a dos posturas contradictorias. Por un lado el objetivismo o naturalismo reduccionista, que considera los juicios morales y las convenciones morales como reacciones naturales, negando cualquier realidad moral absoluta, de la misma forma que Spinoza negaba la existencia del bien y el mal absolutos [4]. Frente a este punto de vista se encuentra una perspectiva participativa o no reduccionista del naturalismo, la cual pone en duda cualquier rechazo total a las actitudes morales y convencionales en función de que forman parte del entramado de relaciones en la que se despliega cualquier perspectiva del mundo. Por supuesto que estas dos posturas son irreconciliables, uno ha de tomar partido por una u otra, la opción de Strawson es manifiestamente esta última; no parece infundado afirmar que la de Austin también.
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Adrián Icazuriaga

Notas:

[1] J. L. Austin, How to do things with words, ed. Harvard University Press, Cambridge 1975. En adelante esta será la obra y la edición que se cite para todas las referencias del autor.
[2] Puede verse, por ejemplo, lo que dice W. V. Quine respecto a la observancia de las convenciones en Lógica y Matemáticas, Truth by Convention, presente en Quintessence, basic readings from the philosophy of, ed. Harvard University Press, Cambridge 2004, esp. 29.
[3] B. Spinoza, Ética, ed. Alianza, Madrid 2001, prefacio de la parte IV, 286 ss.
[4] P. F. Strawson, Escepticismo y naturalismo, ed. A. Machado libros, Madrid 2003, 89-103.

 
"¡Ideas, señor Carlyle, no son más que Ideas!"
Carlyle - "Hubo una vez un hombre llamado Rousseau que escribió un libro que no contenía nada más que ideas. La segunda edición fue encuadernada con la piel de los que se rieron de la primera."