SIGMUND FREUD: El psicoanálisis y el proceso de autorreflexión

What kept his eyes from giving back the gaze
Was the lamp tilted near them in his hand.
What kept him from remembering what it was
That brought him to that creaking room was age.
(Robert Frost, from An Old Man’s Winter Night)


A principios del siglo XX, según la historia nos informa, la civilización occidental estaba lo bastante avanzada, y si se quiere, madura, como para atender las necesidades de un minoritario grupo de personas cuya principal demanda era la incapacidad más absoluta, y manifiestamente variada, para llevar una vida normal. Más tarde se descubrió que no solamente respondían a una nueva tipificación de la enfermedad, sino que eran la manifestación misma de una disfunción colectiva: estaban enfermos de cultura. Llevarlos de regreso fue una tarea ardua y polémica, que ocupó durante una treintena de años a las mentes más brillantes de la medicina, la psicología y las ciencias humanas en general. El psicoanálisis, a pesar de haber nacido para tratar a una selecta gama de neurasténicos, no tardó en ponerse al frente de esa salubre cruzada, llegando a ampliar de forma notable el horizonte de sus funciones. Sus descubrimientos son innumerables, sus métodos, discutibles. Pero no será este el lugar para glosar lo uno ni profundizar en lo otro. Ello nos extendería innecesariamente en un área que ya ha sido suficientemente estudiada desde todas las ramas del conocimiento y por casi todos los profesionales del saber. Lo que propondremos es un ejercicio mucho menos enriquecedor y deliberadamente prosaico.

Una vez que ese abigarrado grupo de pacientes fue extraído de su “genial locura” para habitar el mundo de la salud, como aquel personaje de James que se imaginó que el paraíso era un hospital perfecto, decíamos, una vez que el grupo de los potencialmente enfermos fue mayor que el de los activamente neuróticos, de pronto se preguntan, a comienzos del siguiente siglo, ¿y ahora qué?.

Hay al menos dos aspectos de la función analítica, que no del método, del que nos ocuparemos a continuación, que resultan a primera vista inquietantes y en cierta forma contradictorios. Uno de sus objetivos, el primero en la práctica, es la curación del sujeto, estado que se alcanza mediante un progresivo conocimiento y descubrimiento de las fuerzas del inconsciente, o más concretamente,

En el ejercicio de la técnica psicoanalítica invitamos al paciente a producir aquellas ramificaciones de lo reprimido que por su distancia o deformación pueden eludir la censura de lo consciente. No otra cosa son las ocurrencias espontáneas que demandamos al paciente [...][1]

Una parte de esta labor es llevada a cabo mediante la interpretación de los sueños, proceso en el que interviene tanto la interpretación que el propio paciente asigna a las imágenes oníricas como la del propio analista.

El psicoanálisis de basa en el análisis de los sueños; la interpretación onírica es la labor más completa que nuestra joven ciencia ha llevado hasta hoy [...][2]

Al tiempo que la teoría se inserta en el ámbito de las relaciones sociales, basándose en la agresividad indisociable del ser humano y su entorno. De forma más genérica, el psicoanálisis traslada aquellos descubrimientos de la psicopatología al campo de la cultura y los sintetiza postulando un mismo origen para ambos. Este es el caso de la religión, a la que Freud califica de “neurosis colectiva”:

Su técnica consiste en reducir el valor de la vida y en deformar delirantemente la imagen del mundo real [...] imponiendo por la fuerza al hombre la fijación de un infantilismo psíquico y haciéndolo participar de un delirio colectivo, la religión logra evitar a muchos seres la caída en la neurosis individual.[3]

Y respecto a la cultura, Freud afirma que:

[...] el ser humano cae en la neurosis porque no logra soportar el grado de frustración que le impone la sociedad en aras de la cultura.[4]

Por de pronto, creeríamos que es de una cierta provisionalidad readecuar al sujeto a una vida social que adolece de las mismas dolencias, o peores, que las del propio individuo. Pero aun en el caso de que esta medida de curación temporal sea lo bastante sólida como para merecer el esfuerzo, debe tenerse en cuenta que el hombre continuará expuesto a toda clase de agresiones y privaciones, las cuales pondrán en todo momento a prueba su pequeña carga de neurosis frente a una carga mucho mayor. La respuesta, evidentemente, es que la terapia no persigue una cura ideal y más allá de los limitaciones de la propia cultura, aunque lo haga en la teoría pero no en la práctica, sino algo que se asemeja más a un precario equilibrio de fuerzas. La represión de los instintos y el poder el ello son devueltos a su cauce mediante las nuevas herramientas con que la terapia provee al sujeto.

El psicoanálisis es un instrumento que ha de facilitar al yo la progresiva conquista del ello.[5]

Parece ser que de esta forma se ha evitado la contradicción y se aclara el proceso, pero aún hay algo extraño que hace dudar si el gigante no tendrá los pies de barro. El psicoanálisis, desde sus orígenes, ha procurado adquirir un estatuto científico en base a sus investigaciones sobre una teoría de los sueños y la capacidad para otorgarles una interpretación adecuada y contrastable. Ha evolucionado como una teoría científica más, y es por lo tanto heredera de nuestra cultura, de una determinada forma de entender el mundo. Como sabemos, toda teoría científica dispone de un marco de referencia en el que encaja sus resultados y define su valor de verdad. El problema surge cuando el marco de referencia, el lugar en el que habita, está sujeto a la misma crítica que la conciencia que pretende analizar, y a su vez, que el propio sujeto que la analiza. Este no es un problema ajeno a otras tenaces simplificaciones del mundo, como la del materialismo histórico o el evolucionismo positivista. Uno puede aventurar una demostración del teorema de Thales según los postulados de la geometría euclideana, pero no puede hacerlo si la demostración supone al mismo tiempo que todo plano es un espacio de Riemann. Cuando disponemos de una teoría, no podemos ir con ella hasta el final, sólo hasta donde la experiencia lo permite, en su ámbito de lenguaje. Cuando Gulliver volvió a la tierra de sus padres con un especial amor por los equinos y una acendrada aversión a los humanos, no pensó que su rechazo tendría el poder de convertirlo en cuadrúpedo, se limitó a mirar a un animal con compasión y afecto y al otro con repulsa.
La réplica en esta ocasión sería aducir que el marco de referencia lo provee la propia teoría, los “principios del psicoanálisis”. Entre los que se incluye la escisión del sujeto, el poder del inconsciente, el sometimiento a la culpa y un largo etcétera. Genéricamente, todo lo que engloba ese nuevo lenguaje freudiano que ilumina un territorio hasta entonces desconocido. La solución entonces parece consistir en que uno ha de creer en la teoría o no creer en nada, pero, ¿existen razones para creer en el psicoanálisis?.
Detengámonos en alguno de sus presupuestos más básicos, por ejemplo, la división del aparato anímico en tres grandes sistemas, el sistema consciente, el preconsciente y el inconsciente. Y dentro de este último, consideraremos la hipótesis de la existencia del super-yo o ideal del yo (no debería olvidarse que se trata de una hipótesis práctica, la cual ha demostrado su adecuación en el estudio de un determinado número de casos clínicos, lejos se encuentra de ser una realidad de hecho o una entidad lo suficientemente delimitada como para asignarle la categoría de objeto). Lo que llamamos yo, según esta teoría, no es más que una fracción del ello que se ha especificado por su interacción con el mundo exterior. Nunca tenemos acceso directo al inconsciente, esa otra parte de nuestra psique que permanece oculta a la actividad cotidiana, salvo durante el sueño y la neurosis, las dos grandes vías por las que lo reprimido accede a la conciencia. La Ciencia Natural está habituada a dividir el mundo y poner etiquetas a los objetos de estudio. El método empleado en esta ocasión no parece ser muy diferente. Hay una realidad que se pretende conocer, el psiquismo humano, y un vocabulario que ha separado sus distintas funciones, hasta el punto que hoy en día estamos completamente habituados a escuchar expresiones como “complejo de Edipo”, “narcisismo”, “represión del instinto”, “sublimación de los deseos” o “una fuerte conciencia moral”. Pero existe algo anormal en ello. Podemos hablar del mundo que nos rodea con una absoluta objetividad, con una subjetividad berkeleyana o bien desde un radical idealismo trascendental, pero ¿podemos hablar de la conciencia con el mismo criterio? ¿Hay una parte de ella que analiza y otra que es analizada?. En ese caso, ¿dónde habita esa conciencia “libre” y objetiva, si es que habita en alguna parte? ¿Está el propio terapeuta en ese estado de absoluto dominio y conocimiento de sí?. El proceso de diálogo psicoanalítico, la asociación libre, está viciado por esta inconsistencia desde el momento en que se pronuncia la primera palabra, porque su intención, su fuerza ilocutiva, esta marcada por el propio análisis. Es un enorme y contumaz error. El error de trasladar una categoría de conocimiento, es decir, un juego de lenguaje, desde el ámbito de los objetos al mundo de lo consciente. Este paso dista mucho de estar fundamentado. Y mientras su práctica sigue acumulando logros en una cultura que nos ha ayudado a cuestionar, sus orígenes siguen buscando una legitimación lejos de todo condicionamiento, lo cual, no hace falta repetirlo, es absolutamente imposible.
Si las dos clases de instintos que habitan en al hombre y en todos los procesos vitales están en continua lucha y oposición, y si en un determinado momento el instinto de muerte predomina sobre el Eros, no hay en el hombre una instancia salvadora que pueda acudir en su ayuda, como un cuerpo de bomberos a apagar un incendio. Tampoco los “mecanismos de defensa” como medida de autoprotección tienen lugar en un remoto paraje al que asistimos como espectadores en un teatro griego. Esta es una idealización absolutamente desacertada:

Procediendo así hemos de convenir en que todos los actos y manifestaciones que en nosotros advertimos, sin que sepamos analizarlos con el resto de nuestra vida activa, han de ser considerados como si pertenecieran a otra persona y deben ser explicados por una vida anímica a ella atribuida [...] Así, pues, habríamos de aceptar no sólo una segunda conciencia, sino toda una serie ilimitada de estados de conciencia ocultos a nuestra percepción e ignorados unos de otros.[6]

En todos estos casos, en el instante en que la conciencia se propone analizar, no hay diferencia alguna entre el yo sujeto, la instancia objetiva y término del análisis. Y si alguien pretende afirmar que la autorreflexión analítica es posible de esta manera y que se demuestra en función de sus resultados, responderemos que esto es tan cierto como la demostración spenceriana de la supremacía de la cultura occidental frente a la barbarie de los pueblos, apoyándose en los logros de su propia civilización. El psicoanálisis es como un mercader al que le han vendido un telar bordado y fino, pero que es incapaz de interpretar de forma integral la figura de su entramado, sólo distingue los colores y las formas. Para ello acude al escriba del pueblo en busca de ayuda. Este hombre tiene una gran reputación, es un hermeneuta y un cultivador de la ciencia, pero no sabe nada de telares porque ha dedicado su vida al estudio de los textos de la tradición. Ante el miedo a perder su fama y la fe en sus propios poderes, aventurará una interpretación basándose en su conocimiento del sánscrito y el tudesco, pero faltándole contenidos (el estudioso es por lo general un hombre carente de imaginación creativa), procurará dar un sentido a sus palabras de forma que se adecuen a lo que el mercader quiere oír. Éste marchará satisfecho y venderá su tela a un muy alto precio.
La omnipotencia del conocimiento puede ser una quimera adecuada o una buena forma de ganarse la vida, pero la verdad que se oculta a su empeño sólo se hace presente ante los ojos de Dios, como en la máxima de C. G. Jung, Vocatus Atque Non Vocatus Deus Aderit. Que podríamos completar ahora diciendo que todos los hombres sirven a su creador de una u otra forma, pero “they also serve who only stand and wait”.

Adrián Icazuriaga

[1] S. Freud, La represión, en El malestar en la cultura, Alianza, Madrid 2002, 169.
[2] Algunas observaciones sobre el concepto de lo inconsciente en el psicoanálisis, en op. cit., 139.
[3] El malestar en la cultura, en op. cit., 30.
[4] Ibid., 32.
[5] S. Freud, El yo y el ello, Madrid 2002, 48.
[6] Lo inconsciente, op. cit.,182-183.
 
"¡Ideas, señor Carlyle, no son más que Ideas!"
Carlyle - "Hubo una vez un hombre llamado Rousseau que escribió un libro que no contenía nada más que ideas. La segunda edición fue encuadernada con la piel de los que se rieron de la primera."