El Mundo Está Hecho de Cosas

Que el mundo esté hecho de cosas no parece ser algo extraordinario, al menos a esta altura de la existencia. Es cierto que en un principio uno podría tener otras expectativas. Una hipótesis razonable es imaginar que hasta que nos damos el primer golpe en la cabeza aprendiendo a caminar, los seres humanos creemos que el mundo está hecho de mónadas, fluidos viscosos y deuda soberana, y que después de ese primer golpe abrazamos una hipótesis más conveniente según la cual el mundo está hecho de sillas, mesas y trencitos de madera.


Pero no deberíamos dejarnos llevar por las primeras impresiones y creo que esta idea, aunque prima facie acertada, debería estar sujeta a una revisión constante, de forma que podamos catalogar qué cosas están de verdad en este mundo y cuáles no, para el menos no tener que esquivarlas todo el tiempo. Más adelante explicaré qué elementos componen esos dos grupos y qué regla general determina que una entidad pertenezca a uno u otro. Por el momento me voy a ocupar de otro asunto, relacionado con el anterior, y es que las cosas que componen el mundo (sean las que sean) son finitas. Creo que todos estarán de acuerdo con esto. Vivimos la edad de la inmediatez y la finitud, los bienes de producción nacen con número de serie y fecha de caducidad, y si de aparatos electrónicos se trata, entonces la fecha de su defunción es uno de los elementos más importantes de la cadena productiva.

Tal vez en el comienzo de la era industrial el hombre soñó con tener acceso a recursos ilimitados, el descubrimiento de enormes reservas de combustibles fósiles y el rápido avance de la automatización parecían ser la llave del desarrollo sostenido. Las externalidades, aquello que los economistas no consideran como parte de una transacción comercial, no figuraban dentro de la ecuación capitalista. El bajo coste de las materias primas, sumado a una agricultura intensiva basada en el uso indiscriminado de fertilizantes y el consumo de energías no renovables, aumentaron considerablemente los niveles de crecimiento y bienestar de gran parte de Occidente. Éste era en definitiva el "blueprint" del sistema económico imperante. El capitalismo tal vez no surgió de la demanda de desarrollo y universalización de la clase media, pero ciertamente se perfeccionó y alcanzó su máximo esplendor como solución a ese problema: cómo poner a la mayor parte de la población a producir y consumir al mismo tiempo. Por supuesto que la solución al problema habría sido bien distinta si la naturaleza no hubiera extendido un cheque en blanco para la explotación de nuevas y variadas fuentes de energía.

Por aquel entonces, la hipótesis malthusiana era sólo un inconveniente para las ratas de laboratorio y la gente aún prefería soñar con HG Wells entes que hundirse en el pesimismo iluminado de Samuel Butler. Lamentablemente para nosotros, la justicia tiene una magnitud histórica, al igual que su hermana la economía (en la cocina de esta ciencia sombría todas las deudas se pagan, tarde o temprano); pero la inteligencia humana sólo opera en el corto plazo. Si fuéramos capaces de tomar decisiones basadas en el largo recorrido y poner las externalidades en el centro de la diana (no hay que descartar que tal vez ese sea nuestro próximo paso evolutivo), es muy probable que revisitáramos a nuestros héroes en el amplio abanico de los perdedores.

Ahora un par de preguntas, ¿cómo puede un sistema económico (eso que llamamos “el mercado”) operar en base a la deuda en un mundo finito y globalizado? La respuesta es bastante simple, no puede. Bueno, tal vez sí podría si el desarrollo tecnológico aumentara los márgenes de ganancia indefinidamente. Según Tainter sucede exactamente lo contrario, los márgenes de ganancia por costo de inversión en I+D han decrecido durante los últimos veinte o treinta años. La otra opción sería, por supuesto, pagar los intereses de la deuda en base a un aumento de la demanda y por ende de la producción. Aumentar la competitividad en un mundo globalizado no es tarea fácil (España es un ejemplo bastante claro de ese dilema, exceso de mano de obra y baja productividad) pero, como si esto fuera poco, resulta que nos movemos en los límites asimilables de la explotación de recursos y la degradación del medio ambiente. Esto nos lleva a la siguiente cuestión, ¿si el sistema no puede funcionar en base a la deuda y el desarrollo ilimitado, manteniendo los mismos niveles de producción y de bienestar social, cómo puede operar? Dicho de otro modo, ¿puede un sistema complejo reorganizarse funcionalmente, consumiendo menos energía y manteniendo el mismo output? Creo que esta es la única pregunta interesante o al menos debatible, la pregunta que todo el mundo debería hacerse hoy en día. Voy a dar las razones por las creo que la respuesta es no.

En condiciones normales, los individuos y las organizaciones sociales tienden a buscar la sustentabilidad en el modo de vida que conocen, no de una forma de organización menos compleja, porque los problemas no disminuyen con el tiempo ni desaparecen, se acumulan, y eso de por sí lleva a consumir más recursos. La sustentabilidad es sólo la sustentabilidad de lo que uno tiene y conoce, no de una forma de vida que uno no vive. Para llegar a reorganizarse funcionalmente en un sistema menos complejo y con un menor consumo de energía, las sociedades avanzadas tienen un solo camino por recorrer: el del colapso. En el caso del capitalismo global, este colapso va de la mano con la desaparición de una forma de vida que se ha extendido por el planeta en los últimos sesenta años: la de la clase media consumista. Algo insignificante si lo comparamos con el medio millón de años que llevamos caminando por este planeta como especie.

Según Tainter, la razón por la cual las sociedades avanzan es porque enfrentan problemas y estos problemas se resuelven con un aumento de la complejidad en el sistema, ya sea introduciendo una nueva superestructura o aumentando la especialización de alguno de sus componentes. Para soportar su tesis, Tainter recurre a un análisis detallado de la caída del Imperio Romano en Occidente, pero no será difícil encontrar un ejemplo más al alcance de la mano. El desarrollo de las tecnologías de la información y la proliferación del comercio por internet, como respuesta a demandas globales, ha llevado a la aparición de una nueva rama de técnicos y gurús de la informática, similar en muchos aspectos a los matemáticos que trabajan con “derivatives” en los grandes mercados financieros. Estos “insiders” atraviesan un muy difícil y riguroso proceso de selección (e.g. una búsqueda de “google job interview” retorna más de 9 millones de entradas) que no tiene nada de caprichoso u aleatorio. Hay varios casos paradigmáticos que muestran la extravagancia de esta caza desesperada de cerebros, pero a nadie le debería sorprender: cuando los márgenes de ganancia disminuyen (aún aumentado localmente) el factor tecnológico es crucial para asegurar la supervivencia y la competitividad de la empresa. Las corporaciones son entidades verticales que cumplen una única función conocida: maximizar los beneficios. En una economía en retroceso, el taylorismo digital a gran escala y la caza de talentos son los únicos elementos capaces de garantizar este “competitive edge”, al menos durante un corto período de tiempo (la viabilidad de cualquier empresa se basa en la demanda, no en la producción). El problema con la excesiva especialización es que resulta muy difícil reinsertar técnicos en otras áreas productivas, las cuales a su vez atraviesan su propio proceso de reestructuración y especialización tecnológica. El otro inconveniente es que los insiders son una proporción mínima de la fuerza de trabajo, la gran cantidad de recursos y energía invertida en el proceso formativo, sumado a los bajos márgenes de ganancia, hacen que el modelo sea inviable en caso de extenderse a la mayoría de la población. Como vemos hay una relación clara entre los nuevos desafíos sociales, las respuestas sistémicas en términos de aumento de la complejidad y el resultado en forma de trabajo altamente especializado.

En algún momento alguien pregunta a Tainter si existe al menos un ejemplo de una sociedad desarrollada que haya disminuido su complejidad con el propósito de sobrevivir, es decir, que se haya reorganizado funcionalmente en una sociedad menos compleja. La respuesta de Tainter es bastante clara y muy poco halagüeña, el único caso conocido es el del Imperio Bizantino, tras la caída de Roma, en el siglo VII de nuestra era. Como resultado de las invasiones árabes y la pérdida de territorio, la clase gobernante simplificó sistemáticamente la administración y el ejército, recurriendo a una milicia campesina armada y a formas de organización menos desarrolladas. La mala noticia es que solamente optaron por esta solución cuando las circunstancias ya habían colocado a la civilización Bizantina entre la espada y la pared, no fue ni mucho menos una decisión voluntaria o preventiva. Recordemos, un sistema complejo no puede reorganizarse funcionalmente en uno menos complejo manteniendo el mismo nivel de desarrollo. ¡Si existiera tal solución, la propia economía la habría implementado desde un comienzo!

Pero no todo es innovación y aumento de la capacidad técnica, una parte significativa de los recursos de hoy en día se destinan simplemente a mantener el statu quo imperante, en actividades que no generan riqueza ni aumentan el empleo. Por ejemplo, el gasto en defensa en el Reino Unido en el año 2015 habrá triplicado los valores de 1985, ocupando actualmente el 6% del PBI. Esto se deriva en gran parte de la amenaza del terrorismo, un flagelo que el año pasado mató menos gente que la gripe en este país. Pero aun así esta cantidad es insignificante si se compara con el costo de mantener el estado del bienestar: el gasto en pensiones y el sistema nacional de salud ocupan casi el 40% del PBI.

Al mismo tiempo subvencionamos una industria armamentista que propaga la democracia por el mundo en base a injerencia política, bombardeos selectivos y venta indiscriminada de armas. Los receptores de estas generosas subvenciones en tecnología defensiva y propaganda, pagarán garantizando la explotación de sus recursos por el sector privado, hasta que la corrupción o la ineficiencia obliguen a retomar la prescripción de bombardeos a la carta. Por fortuna todo llega a su fin, tan pronto como se agotan la riqueza y las materias primas los zánganos dejan el panal y las abejas que hayan sobrevivido adoptarán la única estrategia posible, la del usurpador: el proteccionismo. Los países en desarrollo han abierto las puertas de par en par a este modelo caduco de desarrollo ilimitado y explotación salvaje de los recursos. Algunos lo han hecho por persuasión, otros porque no hay más remedio y los más distraídos porque cuando se percataron del hecho, en mitad de una pesadilla kafkiana, ya no había ninguna puerta que guardar.

Si el modelo actual no es sustentable a mediano plazo, y tampoco parece posible que se pueda reprogramar en una forma alternativa sin atravesar un severo período de turbulencias, ¿cuál es la alternativa? La alternativa es descubrir las cosas que verdaderamente forman parte del mundo, porque son lo único que tiene valor hoy en día y lo tendrá aún más en el futuro. Sería agotador elaborar una lista exhaustiva, es preferible reducirla a las cosas que sabemos que no forman parte del mundo:

• La deuda sería la primera, por las razones ya mencionadas. Vivimos en un sistema cerrado y finito donde no hay lugar para crecimientos exponenciales o hipotecas a mediano plazo.
• Los mercados y el valor absoluto de la moneda como forma de intercambio de bienes y trabajo. La única forma en que un ser humano, o un banquero, puede cobrar dos millones de libras en bonos por el desempeño de su labor es que la naturaleza de esa labor no forme parte de este mundo. Quien crea realmente que los mercados y el valor de la moneda son la salvación, creerá en las teorías del barón de Münchhausen, según la cual es posible salir de un pantano tirando de tus propias botas.
• Las diversas formas del conocimiento normativo o abstracto que no se ocupan de ningún elemento de la realidad (e.g. la metafísica, la filosofía analítica y de la ciencia) y que han proliferado a la par de otras formas serias del conocimiento científico.
• Las disciplinas científicas que no han dado ningún fruto significativo en los últimos treinta años y que absorben grandes cantidades de recursos con poca o ninguna ventaja a corto o mediano plazo, además de malograr a las mejores mentes de cada generación. Estas disciplinas viven de una forma peculiar de la “deuda académica”: el principal argumento para mantenerlas es que en el pasado, al menos algunas de ellas, han contribuido lateralmente al desarrollo de otras disciplinas en campos alejados de su radio de acción. El gobierno invierte en esto (por supuesto que ninguna organización del sector privado sería tan estúpida como para hacerlo), con la esperanza de que en el futuro descubran una perla en lo que hoy es tan sólo un cementerio de conchas vacías.

¿Qué podemos decir de las cosas que sí forman parte de este mundo? No mucho. Que son extensas y están compuestas de un número finito de objetos que no tienen extensión y no ocupan espacio (no son bloques constitutivos), son más bien relaciones o probabilidades objetivas. Pero estas probabilidades tampoco son parte de este mundo, porque su magnitud depende de una situación contrafáctica: que una medida se realice y un valor sea indicado. Pero por supuesto que la parte que nos interesa es cuando ninguna medida se realiza, en eso basamos nuestra capacidad predictiva. Por lo tanto lo que nos queda no son más que los objetos extensos: mesas, sillas y trencitos de madera que obedecen las viejas y conocidas leyes del movimiento y que sí se comportan más o menos previsiblemente, aun cuando no los miremos. Lo único que resta por añadir para tener un mundo bastante completo y viable son todas las formas del arte y la sensibilidad humanas, la religión privada de los hombres, esa de la que oímos hablar tan poco hoy en día y a la que volveremos más temprano que tarde.

Adrián Icazuriaga
 
"¡Ideas, señor Carlyle, no son más que Ideas!"
Carlyle - "Hubo una vez un hombre llamado Rousseau que escribió un libro que no contenía nada más que ideas. La segunda edición fue encuadernada con la piel de los que se rieron de la primera."